Antonio mientras rezaba solo, en la habitación, el dueño que lo hospedó espiando a hurtadillas por una ventana, vio aparecer entre los brazos del beato Antonio a un crío guapísimo y alegre. El Santo lo abrazó y besó, contemplando en ello la cara con empeño incesante. Aquel ciudadano, atónito y extasiado por la belleza de aquel niño, fue pensando entre si de donde hubiera venido un niño tan gracioso. Aquel crío era el Señor Jesús. Él le reveló al beato Antonio que el huésped estaba observándolo. Después de larga oración, desapareció la visión, el Santo llamó al ciudadano y le prohibió de contar lo que había visto
Antonio fue a difundir la palabra de Dios, cuando algunos herejes intentaron disuadir a los fieles que acudieron para escuchar el santo, entonces Antonio fue a la ribera del río que corrió a breve distancia y les dijo a los herejes de modo tal que la muchedumbre presente oyera: Del momento que vosotros demostráis de ser indignos de la palabra de Dios, entonces, me dirijo a los peces para confundir vuestra incredulidad. Y empezó a predicar a los peces de la grandeza y la magnificencia de Dios. Conforme Antonio hablaba, cada vez más peces acudían hacia la ribera para escucharlo, elevando sobre la superficie del agua la parte superior de su cuerpo y mirando cuidadosamente, abriendo la boca y bajando la cabeza en señal de reverencia. Los habitantes de la aldea se enteraron para ver el prodigio, y con ellos también los herejes que se arrodillaron escuchando las palabras de Antonio. Una vez conseguida la conversión de los herejes el Santo bendijo los peces y los dejo ir.
En Ferrara había un caballero extremadamente celoso de la mujer, que poseía una innata gracia y dulzura. Quedando embarazada, injustamente la acusó de adulterio y una vez nacido el niño, que tenia la tez bastante oscura, el marido se convenció aún más que este lo hubiera traicionado.
Al bautismo del niño, mientras el cortejo se dirigía a la iglesia con el padre, parientes y amigos, Antonio pasó cerca de ellos y sabiendo las acusaciones del caballero, impuso el nombre de Jesús al crío preguntando quien fuera su padre. El niño, nacido de poco, apuntó el dedo hacia el caballero y luego, con voz clara, dijo: “¡éste es mi padre!La maravilla de los presentes fue grande, y sobre todo aquel del caballero que retiró todas las acusaciones hacia la mujer y vivió felizmente con ella.
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