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El día que Jesús en el sagrario restauró mi vida

Desde hace unos meses me telefoneó una dulce abuelita. Me contó de su vida. Escuché sus palabras, imaginando que escuchaba a mi abuelita. Y la sentí como una persona muy especial, diferente, que aún buscaba respuestas a su largo trayecto en este mundo.

Ya sabes que no soy bueno dando consejos. Por eso suelo enviar a las personas que se me acercan con alguna dificultad donde un sacerdote para que les dé consejo espiritual y las guíe. También les sugiero que vayan al sagrario, donde habita Jesús.

Mi experiencia de tantos años, habiendo visto tantos milagros patentes, es que  Jesús en el sagrario tiene las respuestas que estamos buscando. Sabe lo que nosotros ignoramos y lo mejor es que no nos despide con las manos vacías.

Es como si Jesús te dijera:

Extiende tus manos.

—Pero Señor, no tengo nada que ofrecerte. Míralas. Son manos  de alguien que sufre y teme.

—Confía. Dame tus manos que yo las llenaré con mi gracia.

Imagino al pobre que busca un pedazo de pan para saciar su hambre y llega Jesús con una canasta llena de panes, quesos frescos, dulces recién horneados y postres y manjares de todo tipo. Deposita la canasta repleta, en sus manos y le dice:

Ten. Puedes saciar tu hambre.  Calma tu hambre de amor conmigo.  Yo,  que soy el Amor, quiero que conozcas el verdadero amor, puro, eterno.

Aquella ancianita continuó su relato.

—Sufro señor Castro. A pesar de mi edad, no he dejado de sufrir. Sólo encuentro consuelos en mis visitas a Jesús en el sagrario. En su presencia puedo dejar todas mis angustias y temores. Sé que  Él me ve y me escucha atentamente como si yo fuese la única persona en este mundo. Siento sus consuelos y su amor. Quería contarle porque empecé a visitarlo a partir de sus escritos y me pareció que usted debía saber que tenía razón. “Jesús está en el sagrario”.

A partir de aquél días me ha telefoneado un par de veces.  Nunca nos hemos visto. Pero me llama para hablarme ya no tanto de su soledad y sus temores y lo mucho que sufre al sentirse tan sola, sino para hablarme del  amor, del Amado, de Jesús en el sagrario.

De alguna forma estas visitas diarias a Jesús han colmado su vida y transformado sus miedos en serenidad, su dura soledad, en un  motivo para acompañar a Jesús quien pasa también solo en aquel sagrario de esa iglesia de su barrio.

Ambos se acompañan y charlan largos ratos,

Y tú, querido lector, te imploro, no dejes solo a Jesús en el sagrario. Anda, hazle compañía.

Él anhela tu presencia, verte, llenarte de amor y gracias y consuelos.

Y cuando vayas, reza por esta dulce abuelita y por tantas otras que se sienten solas  y desamparadas, para que encuentren el amor, la ternura  y la compañía que necesitan en su vejez.