El Evangelio del día del 16 de agosto nos presenta uno de los gestos más tiernos y poderosos de Jesús: el abrazo a los niños. Una invitación a redescubrir la sencillez que abre de par en par las puertas del Reino.
La lectura del Evangelio del día del 16 de agosto es particularmente importante. Aunque se trate de pocas líneas, el texto encierra una enseñanza que puede cambiar la mirada sobre toda la vida cristiana. Jesús acoge a los niños, bendice su presencia y los señala como modelo para entrar en el Reino de los Cielos. Es una invitación silenciosa pero firme a dejar que la pureza y la confianza guíen nuestro camino de fe, en lugar de dejarnos cargar por desconfianzas, cálculos y orgullo.
Del Evangelio según Mateo
Mt 19,13-15
En aquel tiempo, le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y orara por ellos; pero los discípulos los reprendieron.
Jesús dijo: «Dejadlos, no impidáis que los niños vengan a mí; de los que son como ellos es el Reino de los Cielos».
Y, después de imponerles las manos, se marchó de allí.
Para los discípulos de entonces – y quizás también para muchos de nosotros hoy – los niños no representaban un interlocutor “importante”. Sin embargo, Jesús invierte la perspectiva: precisamente su pequeñez, su transparencia y su total confianza los hacen los más cercanos al corazón de Dios. En un mundo que premia la fuerza, la habilidad y la astucia, Cristo nos recuerda que la verdadera grandeza está en la humildad.
Jesús concluye su discurso con unas palabras simples pero fundamentales: «De los que son como ellos es el Reino de los Cielos». Esta frase no es una imagen poética, sino una verdad espiritual. Ser “como niños” no significa ser ingenuos, sino tener un corazón capaz de confiar, abierto a dejarse guiar. Es la confianza que nace del amor y que no teme depender de Dios.
Sin este abandono, nuestra relación con Él se vuelve árida y llena de barreras. Esta es una perspectiva totalmente nueva: Jesús abre una visión distinta, que se aleja de la lógica humana. En la parte final, el Evangelio termina con Jesús que impone las manos y “se marcha de allí”. Es un gesto que no se detiene en ese momento: cada vez que nos acercamos a Él con un corazón sencillo, esa bendición se renueva. No importa la edad, el pasado o las heridas: en el Reino, lo que cuenta es el corazón.
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