Leyendo el Evangelio del día del 24 de agosto, nos hacemos una pregunta simple, pero necesaria: ¿quién se salva? Jesús no responde con cálculos o estadísticas, sino con una imagen que sacude: la puerta estrecha. Es una invitación personal y urgente, que no deja espacio para aplazamientos.
Un hombre preguntó a Jesús: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Es la cuestión de siempre: ¿cuántos entrarán en el Reino? Pero Cristo, con el Evangelio del día del 24 de agosto, cambia enseguida la mirada: no se trata de contar a los demás, sino de mirarse a uno mismo. No nos pide hacer teorías, sino tomar posición. La puerta estrecha es la imagen que orienta el camino, y concierne a nuestro hoy.
Del Evangelio según San Lucas
Lc 13,22-30
En aquel tiempo, Jesús pasaba enseñando por ciudades y aldeas, mientras iba de camino hacia Jerusalén. Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?».
Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque muchos, os digo, intentarán entrar, pero no podrán.
Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, vosotros, quedándoos fuera, comenzaréis a llamar a la puerta diciendo: “¡Señor, ábrenos!”. Pero él os responderá: “No sé de dónde sois”. Entonces empezaréis a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas”. Pero él declarará: “No sé de dónde sois. ¡Alejaos de mí todos vosotros, obradores de injusticia!”. Allí habrá llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y vosotros echados fuera.
Vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Y mirad, hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos».
Cuando pensamos en una puerta estrecha, podríamos imaginar un obstáculo o un rechazo. Pero no es así. El Evangelio del día del 24 de agosto nos explica que no es Dios quien estrecha el paso: somos nosotros los que corremos el riesgo de llenar el camino con nuestro ego, nuestros pesos, nuestras pretensiones. Para pasar es necesario aligerarse, dejar ir lo que no sirve. Es una puerta que pide verdad y autenticidad, no apariencia ni palabras vacías.
Jesús advierte contra una fe reducida a formalidad: «Hemos comido y bebido contigo». No basta la cercanía exterior, no bastan los ritos vividos sin corazón. La puerta estrecha es la fe encarnada en la vida, hecha de decisiones cotidianas, de justicia y misericordia. No sirve decir que lo hemos encontrado, si luego no dejamos que su palabra cambie nuestra manera de amar.
El Reino no está reservado a unos pocos privilegiados. Jesús anuncia que «vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur» y se sentarán a la mesa de Dios. Es la imagen de la comunión universal, donde no cuenta la pertenencia exterior sino el corazón que acoge. Sorprende la lógica divina: «Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos». Lo que parece marginal a los ojos del mundo se vuelve grande a los ojos del Señor.
La puerta estrecha no es solo el momento final de la vida, sino la decisión cotidiana de seguir a Cristo. Es elegir perdonar cuando sería más fácil cerrarse, servir en lugar de dominar, ser verdaderos en lugar de aparentar. Es una puerta que puede parecer fatigosa, pero detrás de ella está la alegría del banquete preparado por Dios, una vida plena, libre y luminosa.
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