Con el Evangelio del día del 11 de septiembre nos encontramos ante una gran enseñanza de Jesús: el amor a los enemigos. Un desafío que abre a la lógica del Padre, hecha de misericordia y gratuidad.
El pasaje evangélico se abre con palabras que desarman: «Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian». Jesús, con el Evangelio del día del 11 de septiembre, no propone un consejo ético o una regla moral, sino un camino nuevo. Nos invita a ir más allá del simple equilibrio del “dar y recibir”, para entrar en la dinámica de la gratuidad. Aquí se manifiesta la diferencia cristiana: no amar porque se es amado, sino amar porque el Padre ama primero, sin condiciones.
Del Evangelio según San Lucas
Lc 6,27-38
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«A ustedes que me escuchan les digo: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los maltratan. Al que te golpea en la mejilla, preséntale también la otra; al que te quita el manto, no le niegues tampoco la túnica. Da a todo el que te pida, y al que tome tus cosas, no se las reclames.
Y lo que quieran que los hombres hagan con ustedes, háganlo también ustedes con ellos.
Si aman a los que los aman, ¿qué gratitud se les debe? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacen el bien a los que les hacen el bien, ¿qué gratitud se les debe? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué gratitud se les debe? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo mismo. Amen, en cambio, a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio, y su recompensa será grande y serán hijos del Altísimo, porque Él es bondadoso con los ingratos y los malvados.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará: una medida buena, apretada, colmada y rebosante se les pondrá en el regazo, porque con la medida con la que midan, se les medirá a ustedes en cambio».
El corazón del mensaje es claro: «Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso». No basta con no hacer el mal; es necesario aprender el mismo estilo de Dios. La misericordia no es debilidad, sino fuerza que transforma. Es el valor de responder a la ofensa con el perdón, al odio con la bendición, a la maldición con la oración. Este es el amor que cambia la historia, porque rompe la cadena de la venganza y abre a la paz.
Jesús también desenmascara el límite de nuestro amor humano: amar solo a quienes nos aman, hacer el bien a quienes nos lo devuelven. Todo esto, dice, saben hacerlo también los pecadores. No hay nada nuevo en un amor que se mide con el provecho. El discípulo, en cambio, está llamado a un amor que no espera nada a cambio. Aquí nace la verdadera libertad: dar sin cálculos, servir sin esperar reconocimientos, perdonar sin condiciones.
El final del Evangelio nos regala una imagen fuerte: «Den y se les dará: una medida buena, apretada, colmada y rebosante». Dios no se deja ganar en generosidad. Quien elige el camino del amor gratuito experimenta que la vida se vuelve más plena. No porque falten dificultades, sino porque el corazón se ensancha y descubre la alegría de ser hijo del Altísimo. La medida de Dios es siempre más, siempre en exceso.
Amar a los enemigos parece una empresa fuera de nuestro alcance. Y lo es, si contamos solo con nuestras fuerzas. Pero el Evangelio no pide heroísmos aislados: nos recuerda que esta posibilidad nace de un corazón que se deja plasmar por la misericordia del Padre. Es la gracia la que nos hace capaces de lo que por nosotros mismos nunca podríamos vivir.
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