El Evangelio del día del 22 de septiembre nos lleva ante una imagen simple y poderosa: una lámpara encendida que no puede quedar escondida. Jesús usa este lenguaje cotidiano para hablar de la fe, que no está hecha para mantenerse en silencio sino para iluminar el camino de los demás.
En el pasaje de hoy, presente en el Evangelio del día del 22 de septiembre, Jesús recuerda que nadie enciende una lámpara para luego esconderla. El evangelista Lucas nos recuerda que la luz, por su naturaleza, no puede quedar sofocada: está hecha para alumbrar. Así es la fe, que no se reduce a un hecho privado, encerrado entre las paredes del corazón, sino que se abre al mundo. Cada cristiano lleva consigo una llama que puede iluminar la vida de quienes encuentra.
Del Evangelio según San Lucas
Lc 8,16-18
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud:
«Nadie enciende una lámpara y la cubre con un vaso o la pone debajo de una cama, sino que la coloca en un candelero, para que los que entren vean la luz.
No hay nada secreto que no se manifieste, nada escondido que no llegue a conocerse y a salir a plena luz. Presten atención, pues, a cómo escuchan; porque al que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que cree tener se le quitará».
Jesús prosigue con palabras decisivas: “No hay nada secreto que no se manifieste, nada escondido que no llegue a conocerse y a salir a plena luz”. Es un llamado a la verdad de Dios, que no permanece en la sombra. Incluso lo que el hombre intenta ocultar, con el tiempo, se revela. La luz del Señor desenmascara las tinieblas y trae claridad, volviendo transparentes las intenciones del corazón.
El Evangelio del día del 22 de septiembre insiste luego en la escucha: “Presten atención, pues, a cómo escuchan”. No basta con oír con los oídos, es necesario acoger con el corazón. Es en la escucha profunda donde la Palabra se convierte en luz, capaz de transformar y fecundar la vida. Quien custodia esta riqueza recibirá aún más; quien, en cambio, descuida la Palabra corre el riesgo de perder incluso lo poco que piensa poseer.
La parábola de la lámpara nos confía una misión: no apagar la llama, sino dejarla brillar. Cada gesto de bien, cada palabra de verdad, cada acto de amor se convierte en luz que rompe la oscuridad. La fe no es un bien para retener, sino una responsabilidad para compartir. La lámpara del Evangelio no es nuestra: es el don de Cristo que pide ser puesto “en el candelero”, para que todos puedan ver y no caminar en la oscuridad.
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