El pensamiento de San Francisco nos invita a redescubrir la profundidad del amor auténtico: no aquel que busca la reciprocidad, sino el que permanece fiel incluso ante la fragilidad del otro.
El pensamiento profundo y más actual que nunca de San Francisco nos ofrece una lección importantísima sobre el amor fraterno, que no depende de la utilidad que podamos obtener del otro, sino de su dignidad intrínseca de persona amada por Dios. Para Francisco, la verdadera bienaventuranza no se mide por la ganancia o la reciprocidad, sino por la capacidad de servir y amar en gratuidad.
El pasaje que nos ha dejado San Francisco dice: «Bienaventurado el siervo que tanto está dispuesto a amar a su hermano cuando está enfermo, y por ello no puede devolverle el servicio, como lo ama cuando está sano y puede devolvérselo».
El Santo nos recuerda que el amor auténtico nace del don y no del cálculo. Amar a un hermano enfermo, que no puede devolver nada, es el signo de una caridad que no busca provecho.
En un mundo que tiende a basar las relaciones en los intercambios y en las conveniencias, la invitación del Pobrecillo de Asís resulta revolucionaria. Amar a quien no puede darnos nada a cambio significa salir de nosotros mismos, superar el egoísmo y abrirnos a una relación libre, fundada únicamente en la fuerza de la gratuidad.
Otro aspecto fundamental del pensamiento de San Francisco es la capacidad de reconocer la fragilidad como parte integrante de la vida humana. El hombre no siempre es fuerte, productivo, eficiente. A veces está enfermo, débil, necesitado. Precisamente en esos momentos se muestra la verdadera calidad del amor fraterno. Quien ama de verdad no se retira, sino que permanece al lado, con afecto y dedicación. Amar a un hermano en su debilidad es decir sí a la vida en todas sus fases. Incluso cuando no coincide con los ideales de fuerza y éxito que la sociedad suele exaltar.
El pensamiento de San Francisco se arraiga en el Evangelio. El mismo Jesús enseñó a amar a los pobres, a los pequeños, a los enfermos, sin esperar nada a cambio. Al lavar los pies a los discípulos, mostró que el servicio es el corazón del amor cristiano.
Francisco, con su vida y sus palabras, no hace más que traducir en gestos concretos esta lógica evangélica. Para él, la verdadera fraternidad no es un sentimiento abstracto, sino una forma concreta de estar al lado del otro, especialmente cuando éste no tiene nada que ofrecer.
Hoy, en una sociedad que tiende a marginar a los débiles y a valorizar sólo a quien “produce”, el pensamiento de San Francisco adquiere una fuerza profética. Amar a quien está enfermo, frágil, anciano, significa devolver dignidad a la persona y redescubrir un humanismo que pone en el centro no la eficiencia, sino la solidaridad.
Este amor no es simple emoción, sino un compromiso concreto que se traduce en gestos de cuidado, de cercanía, de servicio. Es el desafío que aún hoy el Santo de Asís lanza a creyentes y no creyentes: vivir la fraternidad no como intercambio, sino como don.
El “Bienaventurado Siervo” del que habla el pobrecillo de Asís es quien ha comprendido que el amor más grande es aquel que no espera nada a cambio. En un mundo en el que muy a menudo las relaciones están condicionadas por el interés, su palabra sigue siendo una luz capaz de orientar. Amar al hermano en su debilidad significa amar como Dios ama: con gratuidad, fidelidad y misericordia. Ésta es la verdadera bienaventuranza que San Francisco nos entrega como herencia espiritual y como camino de vida.
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