El Evangelio del día del 2 de octubre nos sorprende con un gesto inesperado de Jesús: pone a los niños en el centro y los señala como maestros del Reino. Es una lección que derriba los criterios de grandeza y nos invita a redescubrir la confianza sencilla de la infancia.
Los discípulos se acercan a Jesús con una pregunta que revela sus preocupaciones: «¿Quién es el más grande en el Reino de los cielos?». Es la pregunta de quien mira la vida con criterios humanos, donde grandeza significa poder, prestigio, reconocimiento. Pero el Evangelio del día del 2 de octubre nos advierte: el Reino no funciona así.
Del Evangelio según Mateo
Mt 18,1-5.10
En aquel momento los discípulos se acercaron a Jesús diciendo: «¿Quién, pues, es el más grande en el Reino de los cielos?».
Entonces llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: «En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos.
Por eso, quien se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos. Y el que reciba a un solo niño como este en mi nombre, a mí me recibe.
Cuidaos de no despreciar a uno solo de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos».
Jesús realiza un gesto inesperado. Llama a un niño y lo pone en el centro. No elige a un adulto sabio o a un maestro de la ley, sino a un pequeño. Es como si dijera: para entrar en el Reino hay que cambiar de mentalidad. La conversión no es solo moral, sino de mirada: hacerse como los niños significa recuperar la confianza, la sorpresa, la dependencia amorosa del Padre.
El Evangelio del día subraya que la verdadera grandeza no está en aparentar, sino en hacerse pequeño. Quien renuncia a imponerse y se confía a Dios con corazón sencillo se convierte en el más grande. Es un vuelco radical: lo que el mundo considera débil, a los ojos de Dios se convierte en fuerza y sabiduría.
Jesús añade otra verdad: quien acoge a un niño en su nombre lo acoge a Él mismo. Es una invitación concreta a no despreciar a quien es frágil, a quien no tiene defensa, a quien depende del amor de los demás. En el rostro de los pequeños se refleja la presencia viva de Cristo, y nuestra manera de recibirlos revela la calidad de nuestra fe.
El pasaje concluye con una promesa que consuela: «Sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre». Los niños nunca están solos: cada uno de ellos es custodiado por un ángel que lleva su vida ante Dios. Es un anuncio que abre a la esperanza: la protección divina no es una idea abstracta, sino una presencia que vela sobre cada pequeño.
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