El Evangelio del día del 3 de octubre nos entrega una página fuerte e incómoda, en la que Jesús alza la voz delante de ciudades que han visto la luz pero no la han acogido. Es una invitación apremiante a no posponer la conversión y a no hacer vano el don que se nos ofrece.
El evangelista Lucas nos muestra a Jesús que pronuncia palabras duras: «¡Ay de ti, Corazín, ay de ti, Betsaida!». La lectura del Evangelio del día del 3 de octubre nos enseña que son ciudades que han asistido a milagros, signos de amor y poder, pero su corazón permaneció cerrado. Aquí emerge la palabra clave del pasaje: responsabilidad. No basta con haber visto, es necesario responder. No es un reproche estéril, sino un grito que llama a no dejar escapar el tiempo de la gracia.
Del Evangelio según San Lucas
10:13-16
En aquel tiempo, Jesús dijo:
«¡Ay de ti, Corazín, ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros realizados entre ustedes, hace tiempo que se habrían convertido vistiendo de saco y sentados en ceniza. Por eso, en el juicio, Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que ustedes. Y tú, Cafarnaún, ¿serás elevada hasta el cielo? ¡Hasta el abismo serás precipitada! Quien los escucha a ustedes, a mí me escucha; quien los desprecia a ustedes, a mí me desprecia. Y quien me desprecia a mí, desprecia al que me ha enviado».
Jesús hace una comparación sorprendente: ciudades paganas como Tiro y Sidón habrían sabido reaccionar mejor a los signos de Dios. El mensaje es claro: no cuenta la pertenencia religiosa o cultural, sino la disponibilidad para acoger la verdad. Esto nos recuerda que la fe no es privilegio, sino responsabilidad. Quien ha recibido más, está llamado a responder con mayor generosidad.
Cafarnaún, la ciudad que vio a Jesús vivir y enseñar, se ilusiona con ser grande, casi “elevada hasta el cielo”. Pero el cierre al amor la lleva hacia abajo, “hasta el abismo”. Es una advertencia para todos: el orgullo espiritual, la presunción de bastarse a sí mismo, puede convertirse en la trampa más peligrosa.
La última frase del pasaje es luminosa y decisiva: «Quien los escucha a ustedes, a mí me escucha». Jesús confía a sus discípulos una misión que no es solo palabra, sino presencia viva de Él. Acoger la voz de los apóstoles significa acoger a Cristo mismo, y en Él al Padre. Es un vínculo profundo que hace de la Iglesia un sacramento vivo de la presencia de Dios en la historia.
El Evangelio del día nos pone frente a una elección: ¿queremos ser como Corazín y Betsaida, espectadores indiferentes, o como Tiro y Sidón, dispuestos a cambiar de vida si solo percibimos un signo? Hoy la Palabra nos pide no permanecer neutrales, porque la escucha verdadera siempre da fruto. La responsabilidad del Evangelio es don y tarea al mismo tiempo: no podemos callar lo que hemos visto y oído.
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