El Evangelio del día del 20 de octubre nos recuerda la verdadera riqueza del corazón: aquella que no se mide en bienes o éxitos, sino en la relación viva con Dios. Jesús nos invita a guardarnos de la codicia y a redescubrir dónde reside el sentido auténtico de la vida.
En el Evangelio según san Lucas (Lc 12,13-21), Jesús responde a un hombre que le pide intervenir en una disputa de herencia. Pero el Maestro se niega a convertirse en juez de las cuestiones materiales y aprovecha la ocasión para ofrecer una enseñanza decisiva: «La vida no depende de lo que uno posee».
La lectura del Evangelio del día del 20 de octubre nos hace reflexionar sobre Jesús, que muestra la fragilidad de quien pone su seguridad en los bienes acumulados. Este hombre, satisfecho con su cosecha, se ilusiona pensando que podrá vivir tranquilo y sereno durante muchos años. Pero olvida lo más importante: la vida no le pertenece, es un don de Dios.
Evangelio del día, 20 de octubre: la parábola del rico insensato
Del Evangelio según san Lucas
Lc 12,13-21
En aquel tiempo, uno de la multitud dijo a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Pero él le respondió: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o mediador entre ustedes?».
Y les dijo: «Tengan cuidado y guárdense de toda codicia, porque, aunque uno viva en la abundancia, su vida no depende de lo que posee». Después les propuso una parábola: «La tierra de un hombre rico dio una gran cosecha. Él pensaba para sus adentros: “¿Qué haré, pues no tengo dónde guardar mis cosechas? Haré esto —dijo—: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes, y allí guardaré todo mi grano y mis bienes. Luego me diré a mí mismo: Alma mía, tienes muchos bienes en reserva para muchos años; descansa, come, bebe y diviértete”. Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán la vida. Y lo que has preparado, ¿para quién será?”. Así sucede con el que acumula riquezas para sí y no se enriquece ante Dios».
El hombre de la parábola no es condenado por ser rico, sino porque vive como si Dios no existiera. Es prisionero de su “yo”, incapaz de mirar más allá de sí mismo. Habla con su alma como si fuera una posesión personal: «Alma mía, tienes muchos bienes…».
Y, sin embargo, precisamente en ese instante de seguridad, llega la voz de Dios que lo llama a la realidad: «¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida». Su riqueza se vuelve de pronto inútil, porque nunca se abrió a la generosidad, a la gratitud, a la confianza.
Enriquecerse ante Dios
Jesús concluye con palabras que tocan el corazón: «Así es el que amontona riquezas para sí mismo y no se enriquece ante Dios».
Enriquecerse ante Dios significa vivir en relación, reconociendo que todo es un don. Significa compartir, servir, amar. Es la lógica del Evangelio, opuesta a la del mundo: lo que se dona no se pierde, sino que crece. El tesoro auténtico no es lo que se guarda en los graneros, sino lo que se ofrece con alegría. Cada acto de amor, cada gesto de caridad, cada oración sincera se convierte en una riqueza que ninguna noche puede arrebatar.
La riqueza que no muere
El Evangelio de hoy nos invita a revisar nuestras prioridades: ¿dónde ponemos nuestro corazón? ¿En lo que podemos perder o en lo que permanece para siempre?
Jesús no condena el bienestar, sino el apego que lo transforma en un ídolo. La verdadera riqueza del corazón nace cuando aprendemos a vivir en la libertad de los hijos de Dios, que saben agradecer, compartir y confiar en el Padre.
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