Las Bienaventuranzas nos abren un camino diferente, luminoso y silencioso: el de la Santidad cotidiana. Lo que quiere explicarnos el Evangelio del día del 1 de noviembre es precisamente esto: no se trata de héroes inalcanzables, sino de corazones que viven el amor de Dios en las pequeñas cosas de la vida.
En el Evangelio del día del 1 de noviembre, Jesús nos entrega el mapa de la verdadera felicidad: las Bienaventuranzas. En la montaña, no pronuncia un discurso moral, sino una revelación. Dice quién es verdaderamente feliz a los ojos de Dios, y revela que la santidad no es un privilegio para unos pocos, sino un don ofrecido a todos. Es una revolución silenciosa: la lógica del mundo se invierte. Donde los hombres ven debilidad, Dios ve luz.
Del Evangelio según San Mateo
Mt 5,1-12a
En aquel tiempo, al ver Jesús a las multitudes, subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos; y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran,
porque serán consolados.
Bienaventurados los mansos,
porque heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia,
porque serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos,
porque alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón,
porque verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados ustedes cuando los insulten, los persigan y digan falsamente toda clase de mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense, porque grande será su recompensa en los cielos».
Jesús sube a la montaña, como Moisés al Sinaí, pero no para dar nuevas leyes: para donar un Espíritu nuevo. Se sienta y habla al corazón. Las multitudes escuchan, pero las palabras alcanzan sobre todo a los discípulos, es decir, a cada uno de nosotros. Es el momento en que el cielo se acerca a la tierra: la santidad deja de ser lejana y se convierte en un camino accesible, cotidiano, concreto.
Cada “bienaventurados” es una caricia y una invitación. “Bienaventurados los mansos” —los que no responden con ira, sino con paz. “Bienaventurados los limpios de corazón” —los que saben mirar con amor, sin máscaras. No son promesas para un futuro indefinido, sino signos ya presentes: cada gesto de misericordia, cada mirada limpia, cada perdón otorgado es un fragmento del Reino.
La solemnidad de Todos los Santos no celebra solo los nombres escritos en los calendarios, sino las vidas que eligieron vivir las Bienaventuranzas: madres, padres, jóvenes, ancianos, rostros anónimos que custodiaron la luz. La santidad no es perfección, sino amor fiel; no es lejanía, sino presencia. Los santos son la prueba de que el Evangelio es posible, de que la felicidad prometida por Jesús ya está aquí para quien se deja transformar por su amor.
En un mundo que busca éxito, poder y visibilidad, las Bienaventuranzas siguen siendo un desafío y un sueño. Invitan a mirar más allá, a elegir la dulzura en lugar de la ira, la compasión en lugar del juicio, la paz en lugar del ruido. Esta es la santidad que construye un mundo nuevo: la que nace del corazón, humilde y luminoso, como el Evangelio de hoy.
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