La resurrección es una promesa que abre el corazón, una palabra que no habla del mañana sino que ilumina el hoy. El Evangelio del día del 22 de noviembre nos conduce al diálogo más sorprendente: aquel en el que Jesús revela el verdadero rostro de la vida.
El Evangelio del día del 22 de noviembre comienza con una pregunta que no revela nada, pero prepara el terreno para una revelación inesperada. Los saduceos buscan un pretexto, un detalle para poner a prueba a Jesús. Hablan de ley, de matrimonios, de una historia llena de rigidez. Pero Jesús escucha y luego abre una puerta nueva: la de la resurrección, la vida que no puede encerrarse en razonamientos humanos.
Lc 20,27-40
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos —los cuales dicen que no hay resurrección— y le plantearon esta pregunta: «Maestro, Moisés nos ha prescrito: “Si muere el hermano de alguien que tiene esposa pero no hijos, su hermano debe tomar a la mujer y dar descendencia a su hermano”. Había pues siete hermanos: el primero, después de tomar esposa, murió sin hijos. Entonces la tomó el segundo y luego el tercero, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió también la mujer. En la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer? Pues los siete la tuvieron por esposa».
Jesús les respondió: «Los hijos de este mundo toman esposa y toman marido; pero los que son juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no toman ni esposa ni marido: de hecho, no pueden ya morir, porque son como los ángeles y, puesto que son hijos de la resurrección, son hijos de Dios. Que los muertos resucitan, lo ha indicado también Moisés a propósito de la zarza, cuando dice: “El Señor es el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob”. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos; porque todos viven para Él».
Entonces algunos escribas dijeron: «Maestro, has hablado bien». Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas.
Los saduceos no creen en la resurrección. Por eso construyen una historia complicada, casi provocadora: siete hermanos, una sola mujer, ningún hijo.
Su pregunta no nace de la fe, sino del miedo a perder el control. Quieren atrapar a Jesús demostrando que la resurrección es imposible.
Pero la vida de Dios no se atrapa. No se mide. No se controla.
La respuesta de Jesús es pura luz:
En la vida futura no se toma esposa ni esposo, porque se es “como los ángeles”.
No es una manera de disminuir el amor humano, sino de decir que la resurrección es un horizonte distinto: es plenitud, libertad, comunión sin posesión.
La vida eterna no es una copia de la vida terrena. Es su cumplimiento, su rostro más verdadero.
Jesús no se detiene en la lógica: va al corazón. Recuerda el episodio de la zarza ardiente, cuando Dios dice a Moisés: “Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”. Si Dios es su Dios, significa que viven todavía. El punto decisivo del Evangelio del día del 22 de noviembre es este:
Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.
Delante de Él, nadie está perdido. Ninguna vida es cancelada. Cada historia está custodiada para siempre.
Los escribas reconocen la verdad de Jesús: “Has hablado bien”.
Y no hacen más preguntas. No por miedo, sino porque la respuesta de Cristo no deja espacios vacíos: lo llena todo, lo ilumina todo, lo supera todo.
Cuando la resurrección entra en la vida, las preguntas no desaparecen, pero cambian de tono: se vuelven espera, apertura, esperanza.
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