La perseverancia es una fuerza serena, escondida, pero capaz de sostener la vida incluso en los momentos más duros. En el Evangelio del día del 26 de noviembre, esta perseverancia se convierte en la puerta por la que Jesús nos invita a leer los desafíos, las traiciones, las incomprensiones.
El Evangelio del día del 26 de noviembre se abre sin revelar de inmediato el corazón de la promesa: Jesús habla de obstáculos, de oposiciones, de caminos que se volverán más estrechos. Pero precisamente en este marco la palabra, perseverancia, comienza a aflorar como el camino para custodiar el corazón en la verdad.
Del Evangelio según san Lucas
Lc 21, 12-19
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre. Esto os sucederá para que deis testimonio.
Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabra y sabiduría, a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Seréis entregados incluso por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros; y seréis odiados por todos por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá.
Con vuestra perseverancia salvaréis vuestra vida».
En el pasaje Jesús no promete a sus discípulos una vida sencilla. Es más, anticipa dificultades que tocan la dignidad, la libertad, incluso los afectos más íntimos. Y, sin embargo, sorprendentemente, dice que precisamente ahí se abre “la ocasión de dar testimonio”. La perseverancia no es una resistencia rígida; es una forma de confianza que no cede al miedo. El discípulo no está llamado a defenderse con estrategias o discursos preparados, sino a confiar en una sabiduría que viene de Dios. Es Él quien pone en nuestros labios palabras que no vacilan. Cuántas veces también nosotros querríamos responder, justificarnos, defendernos. Jesús, en cambio, nos sugiere un modo distinto: permanecer, mantenerse firmes, dejar que sea el Padre quien hable en el silencio de la fe.
Impacta la concreción del Evangelio: no solo reyes y gobernadores, sino también padres, hermanos, amigos. El sufrimiento más profundo es el que nace en los afectos. Pero Jesús no nos abandona en esta verdad: la atraviesa con nosotros.La perseverancia se convierte así en el hilo que no se rompe. Es la capacidad de no permitir que el amor sea devorado por el juicio o el odio. Y si alguien nos traiciona, el Señor nos recuerda que ni un solo cabello de nuestra vida está fuera de su mirada. Nada se pierde.
La frase final es una promesa que ilumina todo el pasaje:
“Con vuestra perseverancia salvaréis vuestra vida.” La salvación no es un acontecimiento repentino, sino un camino cotidiano. Cada vez que elijo permanecer en la luz, no responder al mal con mal, confiar cuando todo vacila, mi vida cambia de dirección. No es la fuerza la que me salva, sino la fidelidad: aquella que resiste, que se levanta, que continúa esperando. La perseverancia no es pasividad: es el movimiento del corazón que permanece en Dios. Y en esa fidelidad silenciosa, escondida, a menudo incomprensible a los ojos de los demás, el Señor construye nuestra salvación día tras día.
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