Hay palabras de los santos que parecen susurros, pero en realidad abren horizontes inmensos.
La reflexión de Santa Teresa de Lisieux sobre la fuerza de un alma en gracia es una de ellas: sorprendente, desarmante, profundamente verdadera.
Santa Teresa de Lisieux tenía una mirada limpia sobre la vida espiritual: para ella, la gracia no era una idea abstracta, sino un don concreto que transforma el corazón. Decir que un alma en estado de gracia no tiene nada que temer de los demonios no significa negar que el mal exista, sino recordar que el amor de Dios, cuando habita en el hombre, es infinitamente más fuerte que cualquier oscuridad.
El mal puede hacer ruido, puede infundir temor, puede tentar; pero no puede vencer a un corazón habitado por Dios. Teresa nos enseña que la gracia no es un frágil equilibrio, sino una protección profunda, una luz interior que ninguna tiniebla puede sofocar.
La parte más sorprendente de la frase es quizá esta: “los demonios son cobardes, capaces de huir ante la mirada de una niña.”
Para Teresa, la pequeñez no es nunca carencia: es potencia escondida. Una niña no tiene medios, no tiene autoridad, no tiene fuerza física. Y, sin embargo, en la mirada pura de quien pertenece totalmente a Dios, el mal reconoce un límite inviolable.
La pequeñez evangélica no es debilidad, es transparencia: allí donde hay pureza, el mal no encuentra asideros. Santa Teresa sabía que lo que asusta al demonio no es la grandeza humana, sino la dependencia total de Dios, el corazón que se deja amar sin defensas.
Teresa no crea una teoría compleja: habla desde el corazón, con una franqueza que desarma. El demonio es cobarde porque no puede sostener la inocencia. Es fuerte solo cuando encuentra miedo, desesperación, compromiso.
Un alma que vive en gracia no le concede ninguno de estos espacios. No porque sea impecable, sino porque se deja custodiar por Dios.
En la visión de Teresa, el mal no es un monstruo invencible: es una sombra que se desvanece en cuanto se abre la ventana. La gracia es esa ventana abierta de par en par, es la luz que hace retroceder todo aquello que intenta oscurecer el corazón humano.
¿Por qué precisamente la mirada de una niña?
Para Teresa, el camino de la infancia espiritual no es infantilismo, sino confianza radical. La niña representa lo que el Evangelio propone desde siempre: un corazón que ama, que confía, que no calcula.
La mirada pura no es ingenua: es libre. Libre del cinismo, libre del miedo, libre de la sospecha. Y es esta libertad interior la que pone en fuga a las potencias del mal. El demonio no soporta lo que es verdadero, transparente, entregado a Dios.
Esta reflexión no pertenece solo al Carmelo, ni al final del siglo XIX: habla a las inquietudes de hoy, a los miedos que habitan nuestras jornadas, a los pesos que llevamos en el corazón.
Vivimos a menudo como si el mal fuera más fuerte, como si la tiniebla tuviera la última palabra. Teresa nos recuerda lo contrario: el verdadero poder es la gracia. No la perfección moral, sino la relación con Dios.
Y entonces, cuando nos sentimos frágiles, asustados, vulnerables, la respuesta no es cerrarnos, sino volver a la fuente: pedir la gracia, custodiarla, dejarnos envolver por ella. Allí nace la verdadera seguridad, la que ninguna amenaza puede tocar.
El “pequeño camino” de Santa Teresa está entero en esta frase: la fuerza del cristiano no nace del heroísmo, sino del abandono.
Un alma que vive en gracia no enfrenta el mal como un guerrero, sino como un hijo. Y el demonio esto lo teme.
Teresa nos entrega un secreto tan simple como decisivo: no es necesario ser grandes, es necesario ser de Dios. Un corazón entregado al Amor divino es más temido por el infierno que mil poderes terrenales.
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