En el lenguaje común, la palabra querubín evoca imágenes de pequeños angelitos sonrientes, con mejillas rosadas y alas blancas. Pero la verdad bíblica es muy diferente. Los Querubines, de hecho, son algunas de las criaturas más poderosas y misteriosas de todo el universo angélico.
El papel de los Querubines aparece desde las primeras páginas de la Biblia. En el Libro del Génesis se lee que, después de la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén, “Dios colocó al oriente del jardín a los Querubines y la llama de la espada fulgurante para custodiar el camino hacia el árbol de la vida” (Gn 3,24). Esta imagen es extraordinaria: no son simples centinelas, sino guardianes de un umbral que separa lo humano de lo divino. Los antiguos veían en ellos el símbolo del límite entre la luz de Dios y la fragilidad del hombre. El Edén no es solo un lugar, sino una manera de ser: vivir en armonía con Dios. Los Querubines defienden su acceso, no para castigar, sino para custodiar la promesa de la redención.
Pero los Querubines no velan solo sobre el Paraíso. En los textos de Ezequiel y del Apocalipsis, los encontramos rodeando el trono mismo de Dios. El profeta Ezequiel describe su visión con rasgos impresionantes: cuatro seres vivientes, cada uno con cuatro rostros —hombre, león, toro y águila— y con alas que resplandecen como fuego y relámpagos.
Es una imagen poderosa, que representa la totalidad de la creación ante su Creador. Los Querubines no son figuras estáticas, sino que encarnan el movimiento eterno del universo que alaba a Dios. En su majestad está el misterio de la gloria divina: ellos no “ven” a Dios como nosotros, sino que reflejan su santidad y proclaman su grandeza.
En la tradición judía y cristiana, los Querubines están asociados con el conocimiento, la sabiduría y la verdad divina. Si los Serafines encarnan el amor ardiente, los Querubines representan la inteligencia pura, la mirada contemplativa que abarca la realidad divina. No por casualidad, en el Sancta Sanctorum del Templo de Salomón, dos grandes Querubines de oro coronaban el Arca de la Alianza, lugar de la Presencia de Dios. Sus alas extendidas formaban casi un “trono de luz”, un punto de encuentro entre el cielo y la tierra.
A lo largo de los siglos, el arte cristiano ha suavizado su imagen, transformándolos en putti sonrientes. Pero los Querubines bíblicos siguen siendo criaturas de fuego y majestad, mensajeros del misterio. Representan el umbral entre lo visible y lo invisible, entre el conocimiento humano y el divino.
Miguel Ángel los esculpió como presencias silenciosas en la Capilla Sixtina; en la Edad Media, los teólogos los colocaron en el segundo lugar de la jerarquía celestial, justo después de los Serafines. Cada una de sus representaciones, incluso la más dulce, lleva consigo un eco de aquella potencia originaria que custodia la luz de Dios.
Reflexionar sobre los Querubines significa redescubrir el sentido de lo sagrado: aquello que no puede tocarse, sino solo contemplarse. En su vigilancia hay una invitación a proteger lo que es puro, a no profanar la verdad y la belleza que Dios confía al hombre.
Así como los Querubines custodian el Trono divino y las puertas del Edén, también nosotros podemos custodiar un pequeño “jardín interior”, defendiéndolo de las distracciones y los temores. Es allí donde Dios aún habla, y donde el Paraíso puede volver a florecer.
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