Jesús nos habla de la acogida y lo hace de una manera desconcertante y revolucionaria. Bastan pocas palabras para cambiar todo lo que pensábamos sobre el valor de los gestos cotidianos y para dar un vuelco a las convicciones que cada uno de nosotros tiene sobre este tema.
El tema de la acogida, según Jesús, es muy importante, podríamos decir fundamental. La respuesta al porqué se encuentra en las propias palabras de Jesús. En varias ocasiones, de hecho, Cristo nos ha confirmado que acoger al otro es acoger a Dios mismo. Acoger a un discípulo, por lo tanto, no es solo un gesto de amabilidad, sino que se convierte en un auténtico acto sagrado, en acoger a Cristo. Y acoger a Cristo significa, automáticamente, acoger al Padre.
La hospitalidad, en tiempos de Jesús, tenía un doble aspecto: por un lado, era una necesidad para la supervivencia y, por otro, un deber cultural. Jesús la transforma en una auténtica realidad teológica. Con sus palabras, lo divino y lo humano se entrelazan: ya no existe esa gran distancia que antes se podía imaginar. Cristo nos enseña que acoger al otro es, en sí, tocar el cielo.
Lo aún más interesante en sus palabras es que el Señor no habla solo de grandes gestos o figuras. Jesús menciona, de hecho, “un vaso de agua fresca”, es decir, un gesto sencillísimo, quizás entre los más humildes y cotidianos que se puedan ofrecer.
Hay una justicia silenciosa en las palabras de Jesús. La justicia a la que se refiere no tiene que ver con balances, tribunales ni reconocimientos humanos. Jesús habla, más bien, de una memoria divina, que no olvida nada. Nos deja una enseñanza fundamental:
“El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta; el que recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. Y cualquiera que dé aunque sea solo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, les aseguro que no perderá su recompensa”
(Evangelio según San Mateo)
Se trata de una visión completamente invertida respecto a la lógica común. Dios no olvida ni el más pequeño gesto hecho por amor y con amor. Así, incluso un vaso de agua ofrecido con amor tiene un valor eterno, porque quien lo ofrece “no perderá su recompensa”.
En las palabras de Cristo se esconde toda una visión de la vida cristiana. La fe no está hecha solo de grandes palabras o gestos espectaculares. La fe está hecha de acogida, de atención y humildad. En la importancia de ese vaso de agua al que Jesús hace referencia se encuentra la esencia misma del cristianismo y el misterio del Reino.
Jesús nos invita, entonces, a mirar el mundo con ojos nuevos. Podemos reconocer la posibilidad de acoger a Dios mismo en cada encuentro que vivimos, incluso en aquellos que parecen insignificantes. En la lógica del cielo, incluso el gesto más pequeño hecho por amor tiene una recompensa que el tiempo no puede borrar.
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