El Evangelio del día del 18 de septiembre nos abre una ventana sorprendente al corazón de Dios: un encuentro que desconcierta, porque trastoca toda lógica humana de juicio. Una mujer marcada por el pecado se adelanta con lágrimas y perfume, y ante Jesús encuentra no condena, sino acogida y perdón.

La lectura del Evangelio del día del 18 de septiembre se abre en un contexto muy preciso, la casa de un fariseo, un ambiente respetable, regulado por usos y convenciones sociales. La llegada de una mujer considerada “pecadora” rompe todo equilibrio. Su presencia no es discreta, sino intensa: lágrimas, cabellos sueltos, perfume derramado sobre los pies de Jesús. Ese gesto, a los ojos de los invitados, parece inoportuno. Pero para Jesús se convierte en el lenguaje auténtico de un corazón que se abre.
Evangelio del día, 18 de septiembre: la misericordia
Del Evangelio según san Lucas
Lc 7,36-50
En aquel tiempo, uno de los fariseos invitó a Jesús a comer con él. Entró en la casa del fariseo y se puso a la mesa. Y he aquí, una mujer, una pecadora de aquella ciudad, al saber que se encontraba en la casa del fariseo, llevó un frasco de perfume; y colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, comenzó a bañarlos con lágrimas, luego los secaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con el perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado dijo para sí: «Si este fuera un profeta, sabría quién es, y de qué clase es la mujer que lo toca: ¡es una pecadora!».
Jesús entonces le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él respondió: «Di, maestro». «Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó la deuda a los dos. ¿Quién de ellos lo amará más?». Simón respondió: «Supongo que aquel a quien perdonó más». Jesús le dijo: «Has juzgado bien».
Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón:
«¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no me diste agua para los pies; ella, en cambio, me ha bañado los pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. Tú no me diste un beso; ella, en cambio, desde que entré no ha cesado de besarme los pies. Tú no ungiste con aceite mi cabeza; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: se le perdonan sus muchos pecados, porque ha amado mucho. En cambio, aquel a quien se perdona poco, ama poco».
Luego le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados». Entonces los comensales comenzaron a decir entre sí: «¿Quién es este que hasta perdona los pecados?». Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado; ¡vete en paz!».
El fariseo Simón observa y juzga: piensa que un verdadero profeta no se dejaría tocar por una mujer semejante. Jesús, en cambio, cambia el punto de vista. Cuenta la parábola de los dos deudores y revela que quien experimenta un perdón más grande sabe también amar más. No es la pureza formal la que hace justos, sino la capacidad de acoger la misericordia de Dios.
La fuerza del perdón
El corazón del mensaje emerge con fuerza: «Se le perdonan sus muchos pecados, porque ha amado mucho». El pecado no es la última palabra sobre la vida del hombre; el amor, que nace de reconocerse frágiles y necesitados, abre en cambio el camino hacia un futuro nuevo. La mujer, con su fe y su gesto audaz, recibe lo que nadie hubiera pensado jamás: la paz del perdón.
Una lección para nosotros
El Evangelio del día del 18 de septiembre nos invita a reflexionar sobre cómo miramos a los demás y a nosotros mismos. ¿Somos más parecidos al fariseo, dispuestos a juzgar, o a la mujer que se atreve a amar sin medida? Jesús nos muestra que el perdón no es una concesión reservada a pocos, sino un don que salva, devuelve dignidad y abre al coraje de recomenzar.
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