Entre las oraciones cristianas, el Padre Nuestro custodia un misterio de intimidad y confianza que atraviesa los siglos. Madre Teresa de Calcuta nos ofrece una reflexión capaz de iluminar el corazón con su desarmante sencillez.

La petición de los apóstoles a Jesús – “Señor, enséñanos a orar” – dio origen a la oración más universal y amada de la cristiandad: el Padre Nuestro. Madre Teresa de Calcuta, con su sencillez desarmante y su mirada contemplativa, nos dejó una reflexión capaz de tocar el corazón: cada vez que pronunciamos “Padre Nuestro”, Dios mira Sus manos, aquellas mismas manos que nos han plasmado, y nos ve grabados allí, como en un sello de amor.
El Padre Nuestro en la visión de Madre Teresa
El pensamiento de Santa Teresa de Calcuta es muy claro y nos ayuda a comprender mejor la oración que Jesús nos enseñó. La Santa sostenía de hecho que: “Los apóstoles pidieron a Jesús que les enseñara a orar, y Él les enseñó la hermosa oración del Padre Nuestro. Estoy convencida de que cada vez que decimos: Padre Nuestro, Dios mira sus manos, que nos han plasmado… “Te he esculpido en la palma de mi mano”… mira sus manos y nos ve allí. ¡Cuán maravillosos son la ternura y el amor del Dios Omnipotente!” (fuente: pensamientos de Madre Teresa de Calcuta).
El Padre Nuestro no es una fórmula abstracta. Es la oración que Jesús mismo entregó a los discípulos como síntesis de su relación con el Padre. Cada palabra encierra la confianza de un hijo que se abandona, la certeza de que Dios escucha y acompaña. Madre Teresa, que hizo de la oración el aliento de su misión, veía en este don de Cristo no solo una invitación a hablar con Dios, sino sobre todo una invitación a dejarse mirar por Él con amor.
“Te he esculpido en la palma de mi mano”
La frase bíblica que Madre Teresa recuerda – “Te he esculpido en la palma de mi mano” (Is 49,16) – es imagen de ternura y fidelidad. No somos olvidados, nunca. Dios nos lleva consigo, como un padre que custodia el recuerdo del hijo en el punto más íntimo y frágil de su cuerpo: las manos. Estas no son solo instrumentos de creación, sino lugares de la memoria. Cuando decimos “Padre Nuestro”, Dios mira sus manos y encuentra nuestros nombres, nuestras historias, nuestras fragilidades.
Madre Teresa: una experiencia de amor
Rezar el Padre Nuestro significa entrar en esta memoria de amor. No es repetir mecánicamente unas palabras, sino renovar la conciencia de que pertenecemos a Dios. Madre Teresa subrayaba que el Omnipotente, en su infinito poder, se revela sobre todo en la ternura. La grandeza divina no aplasta al hombre, sino que lo levanta, lo acaricia, lo custodia. Cada invocación – desde el “santificado sea tu Nombre” hasta el “líbranos del mal” – es un acto de confianza que brota del saberse amado.
Orar con sencillez
La santa de Calcuta invitaba a no complicar la oración. No hacen falta discursos elaborados, ni fórmulas rebuscadas: basta dirigirse a Dios como un hijo que se deja tomar en brazos. El Padre Nuestro es la escuela de esta sencillez. Para Madre Teresa, decir “Padre” ya era oración completa, ya era reconocimiento de un vínculo indisoluble que nos une al Creador. Es en esta relación de confianza donde se enraíza la fuerza de cada cristiano, incluso en las pruebas más duras.

La fuerza que nace del abandono
El pensamiento de Madre Teresa nos enseña que el cristiano nunca está solo. Incluso en los momentos de aridez o sufrimiento, cada vez que se repite “Padre Nuestro”, se renueva la certeza de estar en las manos de Dios. Y no en unas manos cualquiera, sino en manos que no olvidan, que no borran, que no abandonan. En esto consiste el secreto de la serenidad que traslucía en el rostro de la santa: no era fruto de optimismo humano, sino de la certeza de que Dios sostiene a cada uno en la palma de Su mano.
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La ternura de Dios
El pensamiento de Madre Teresa nos ofrece una clave preciosa para vivir la oración cotidiana: ver en el Padre Nuestro no un rito apresurado, sino un encuentro con un Dios que nos ama hasta llevarnos esculpidos en Sus manos. En un mundo que a menudo corre y olvida, esta invitación se hace aún más urgente: detenerse, decir con corazón confiado “Padre Nuestro”, y redescubrir la maravilla de un Dios que nunca nos deja solos.
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