La historia de la salvación está atravesada por dos movimientos opuestos: la caída y el renacimiento. San Pablo nos invita a contemplar el misterio de una humanidad herida y, al mismo tiempo, sanada por un único gesto de amor.

En la Carta a los Romanos, San Pablo pone en contraste dos figuras que cambian para siempre la historia: Adán y Cristo. Por un lado, el primer hombre, cuya desobediencia introduce en la historia la fractura, el pecado, la distancia de Dios. Por el otro, el nuevo Adán, Jesucristo, que con su obediencia cambia el destino de la humanidad, ofreciendo un camino nuevo, una posibilidad inesperada.
San Pablo: dos hombres, dos destinos
El paralelismo entre estos dos polos no es solo teológico: describe la condición profunda de cada ser humano. Dentro de nosotros conviven la fragilidad que cae y la gracia que levanta, el peso de las decisiones equivocadas y la libertad ofrecida por el amor de Dios. Pablo nos pide mirar con realismo el mal que hiere al mundo, pero sin olvidar la fuerza infinitamente mayor de la misericordia.
La condena que toca a todos
“Por la culpa de uno solo se ha derramado sobre todos los hombres la condena”: es una afirmación fuerte, casi escandalosa. Pablo no pretende acusar un episodio remoto, sino hacer comprender que el mal tiene raíces profundas, colectivas, universales. El pecado de Adán se convierte en el símbolo de nuestra condición: el hombre que se aleja de Dios se pierde a sí mismo, y esta pérdida mancha toda la historia.
En cada época experimentamos los efectos de esta “condena”: violencia, egoísmo, injusticia, división. No se trata solo de errores personales, sino de una herida que atraviesa generaciones, culturas y pueblos. Pablo nos invita a reconocer que el pecado no es un detalle moral, sino una fuerza que deforma las relaciones y pesa sobre el corazón humano.
La obediencia que salva
Y aquí está el vuelco: “por la obra de justicia de uno solo se derrama sobre todos los hombres la justificación que da vida”. En este punto Pablo deja entrever algo inmenso. La obediencia de Cristo —su decisión de amar hasta el final, de donarse sin medida, de aceptar la voluntad del Padre— se convierte en la fuente de una vida nueva. El pecado de Adán trae muerte, pero la obediencia de Cristo trae vida. No una vida abstracta, sino una vida reconciliada, liberada, capaz de amar. La “justificación” no es un término jurídico frío: significa ser puestos de nuevo en pie, devueltos a la comunión, sanados en la raíz más profunda de la existencia. Es la propuesta que Cristo ofrece a todos, sin excluir a nadie.
Del pecado a la santidad: una transformación posible
“Así como por la desobediencia de uno solo todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos.” Pablo no habla de un automatismo: no nos volvemos justos sin participación. La gracia nos alcanza, pero pide un sí, una respuesta, un camino.
Cristo abre la puerta, pero somos nosotros quienes debemos atravesarla. Su obediencia nos libera del destino marcado, pero la libertad debe elegirse cada día. Convertirse en “justos” significa dejar que la lógica del amor tome espacio en nuestra vida: cambiar miradas, palabras, relaciones; permitir que el Espíritu transforme el corazón. La santidad no está reservada a unos pocos; es la dirección hacia la que todos estamos llamados, precisamente porque Otro ha abierto el camino.
Una esperanza que incluye a todos
El mensaje paulino es un anuncio de responsabilidad, pero sobre todo de esperanza. Donde había condena, ahora hay justificación. Donde había muerte, ahora hay vida y donde la humanidad estaba dividida, ahora es posible una nueva comunión. Cristo no se limita a reparar lo que se había roto: inaugura un mundo nuevo. Su obediencia es el acto fundacional de la nueva creación, aquella en la que el pecado no tiene la última palabra. Para Pablo, la historia ya no está marcada por el fracaso inicial, sino por el amor que ha decidido entrar en nuestra fragilidad para levantarla.
Este es el corazón del anuncio cristiano: una humanidad herida se convierte en una humanidad salvada. Y cada uno de nosotros puede participar en esta transformación.
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