El discurso misionero de Jesús, dirigido a los Doce, es uno de los textos más intensos y radicales del Evangelio. En pocas líneas se concentran la identidad, la tarea y el estilo del discípulo cristiano.
Cuando Jesús envía a los Doce, no está delegando una tarea, sino compartiendo su misma misión. El envío no es un gesto organizativo, sino un acto de amor: los discípulos están llamados a llevar al mundo lo que han contemplado en el Maestro. Las palabras iniciales – “No vayáis entre los paganos… dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel” – no expresan cerrazón, sino prioridad: la salvación debe partir de quienes mejor pueden reconocer las promesas de Dios. Es un movimiento que nace desde dentro hacia fuera: primero Israel, luego todas las naciones. Así, la misión se enraíza en la historia de la fe y se abre progresivamente a las periferias del mundo.
Jesús: un anuncio que no es teoría, sino vida
Jesús no envía a los Doce a explicar una idea, sino a proclamar una realidad viva: “El Reino de los cielos está cerca”. Este anuncio es más que una frase; es una presencia que transforma la vida. El Reino no es un lugar, sino la cercanía de Dios que irrumpe en la historia. Por eso el anuncio debe ir acompañado de signos concretos: curar a los enfermos, resucitar a los muertos, purificar a los leprosos, liberar a los poseídos. Son gestos que muestran que Dios no observa desde lejos el sufrimiento humano, sino que interviene para devolverle dignidad y esperanza. El discípulo no es un orador, es un testigo: su misión es hacer visible la ternura del Padre.
La lógica del don: la gratuidad como estilo del cristiano
La frase “Gratis habéis recibido, dad gratis” es el corazón de toda la enseñanza. Los Doce no son dueños de los dones recibidos, sino custodios. Todo lo que tienen – la fe, la esperanza, la fuerza, la gracia – les ha sido dado sin mérito. Por eso deben entregarlo sin cálculos. La gratuidad no es solo una actitud moral, sino la condición indispensable para anunciar el Evangelio: quien busca una ganancia, una recompensa o un beneficio personal traiciona el estilo de Jesús. El Reino crece solo en la lógica del amor libre, no del interés.
La pobreza como libertad y como signo
Las instrucciones de Jesús son radicales: ni oro, ni plata, ni monedas, ni alforja, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón. No se trata de un romanticismo espiritual, sino de una elección teológica: el misionero debe ser libre. Quien está cargado por la ansiedad de poseer, por el miedo al futuro o por el deseo de asegurarlo todo, no puede anunciar al Dios que provee. Renunciar al exceso no significa despreciar la materia, sino liberarse de aquello que impide confiar en Dios y ser creíbles ante los demás. La pobreza evangélica es un signo: muestra que el Evangelio es suficiente, que el discípulo no lleva consigo mismo, sino a Cristo.
La confianza que genera comunión
Jesús afirma: “El obrero merece su sustento”. Detrás de esta frase hay una visión muy profunda. El discípulo no vive de lo que acumula, sino de lo que recibe. Se confía a la generosidad de las personas y, sobre todo, a la providencia de Dios. De este modo, la misión se convierte en un encuentro: quien acoge al discípulo, acoge al mismo Cristo. No se trata de mendicidad, sino de comunión: la comunidad sostiene la obra misionera y la misión renueva a la comunidad. Así nace una circularidad del don, una red de relaciones que se enraízan en la fe.
Un llamado que vale también para nosotros
Las palabras dirigidas a los Doce no pertenecen al pasado: interpelan a todo creyente de hoy. También nosotros somos enviados a nuestras familias, al trabajo, a la escuela, a las periferias del corazón, para llevar la buena noticia de un Dios que no abandona. Lo que hemos recibido – amor, misericordia, perdón – es demasiado grande para guardarlo. La verdadera misión no está hecha de grandes gestas, sino de actos cotidianos vividos con un corazón libre y gratuito. Ser discípulo significa dejarse enviar, confiar en la Providencia y testimoniar que el Reino de los cielos ya está cerca. Siempre.
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