San Pablo nos conduce a uno de los pasajes más profundos y audaces de su reflexión teológica: la relación entre la Ley, el pecado y la libertad del Espíritu. No se trata de una simple lección moral, sino de una invitación a comprender la novedad absoluta traída por Cristo.

San Pablo, en la Carta a los Romanos, se dirige a un público “experto en la ley”, es decir, a aquellos que conocen la Torá y la viven como el centro de su identidad religiosa. Pero desde las primeras líneas, el Apóstol introduce una imagen desconcertante: la ley tiene poder sobre el hombre solo mientras éste vive. No niega la ley, pero relativiza su alcance, colocándola dentro del límite de la existencia terrena. La ley, de hecho, sirve para regular la vida, para custodiar el orden, pero no puede ir más allá de la muerte.
Con esta premisa, Pablo prepara el terreno para un anuncio radical: en Cristo ha ocurrido un “traspaso”. La ley, aunque buena, ya no es la última palabra. Ha sido superada por una nueva forma de pertenencia: no la de la norma, sino la del amor redimido.
San Pablo y la libertad del corazón
Las palabras del Santo Apóstol nos hacen reflexionar profundamente sobre la libertad del corazón:
“O quizá ignoráis, hermanos —hablo a quienes conocen la ley— que la ley tiene poder sobre el hombre mientras éste vive? La mujer casada, en efecto, está unida por la ley al marido mientras él vive; pero si el marido muere, queda libre de la ley que la ligaba a él. Por tanto, será llamada adúltera si, mientras vive el marido, se une a otro hombre; pero si el marido muere, queda libre de la ley y no es adúltera si se une a otro hombre.
Así también vosotros, hermanos míos, por el cuerpo de Cristo habéis muerto a la ley, para pertenecer a otro, a aquel que resucitó de entre los muertos, a fin de que demos fruto para Dios. Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, estimuladas por la ley, actuaban en nuestros miembros para producir fruto de muerte. Pero ahora hemos sido liberados de la ley, habiendo muerto a aquello que nos tenía prisioneros, para servir en el régimen nuevo del Espíritu y no en el régimen viejo de la letra.” (Fuente: Carta a los Romanos).
Del vínculo de la ley a la comunión con Cristo
El Apóstol usa una metáfora clara e incisiva: una mujer casada está unida a su marido mientras él vive, pero si el marido muere, queda libre de la ley que la ligaba a él. De igual modo, los creyentes, antes “casados” con la ley, han sido liberados de ese vínculo a través de la muerte de Cristo.
No se trata de una invitación a la anarquía moral o a la desobediencia, sino de un paso espiritual: del sometimiento a la ley a la comunión con Cristo. La muerte del “viejo esposo” representa el fin de una relación de deber; el renacimiento en Cristo inaugura una relación de amor.
Es una imagen de bodas renovadas: ya no una fidelidad impuesta, sino una fidelidad elegida y fecunda, capaz de “dar fruto para Dios”.
La ley que revela el pecado
Pablo, con extraordinaria lucidez, reconoce que la ley, aunque justa, paradójicamente puede estimular el pecado. Cuando el hombre vive “según la carne” —es decir, en su debilidad egoísta— la norma, en lugar de liberarlo, puede convertirse en motivo de rebelión.
Es como si la prohibición encendiera la curiosidad del corazón humano: la prohibición, en lugar de frenar, despierta el deseo de transgredir. No porque la ley sea mala, sino porque el hombre está herido por el pecado e incapaz de hacer el bien por sí mismo.
Para Pablo, este es el drama de la humanidad: saber lo que es justo, pero no lograr hacerlo. Solo una intervención divina, interior y transformadora, puede romper esta cadena.
El régimen nuevo del Espíritu
Con Cristo, todo cambia. “Ahora hemos sido liberados de la ley, habiendo muerto a aquello que nos tenía prisioneros.” La muerte de Jesús se convierte también en nuestra muerte: morimos al pecado, a la culpa, a la lógica del mérito y del castigo.
Pero no quedamos en el vacío: resucitamos “para pertenecer a otro”, es decir, a Cristo resucitado. Es una libertad nueva, no de quien huye de la ley, sino de quien actúa movido por el Espíritu.
La diferencia es radical: ya no el “régimen de la letra”, hecho de prescripciones y miedos, sino el “régimen del Espíritu”, que nace del amor y produce frutos de vida. Donde la ley dice “debes”, el Espíritu dice “puedes”. Donde la norma impone, la gracia inspira.
De la constricción a la comunión
La enseñanza paulina no es un rechazo de la ley, sino su transfiguración. La ley sigue siendo necesaria como memoria del bien, pero ya no es el centro de la experiencia de fe. En Cristo, el creyente no obedece por obligación, sino porque ama.
Es el paso de la religión del miedo a la fe del amor. De la búsqueda de justificación al gozo de la comunión.
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