La reflexión de Juan Pablo II nos devuelve al corazón de la identidad cristiana: en Cristo el mundo no es simplemente salvado, sino recreado, devuelto a su belleza originaria. La redención es el retorno de todo lo que ha sido herido a la fuente del Amor.

La Sagrada Escritura relata la creación con una repetición que ya es revelación: «Dios vio que era bueno». No se trata solo de un juicio estético, sino de una afirmación teológica radical. El bien no es un accesorio de la realidad: es su raíz. Todo lo creado nace de la Sabiduría divina, de su armonía profunda, y del Amor que da forma a la existencia. Para Juan Pablo II esta palabra del Génesis sigue siendo el punto de partida imprescindible: el hombre y el mundo no son fruto del azar, sino de un proyecto que lleva impresa la bondad del Creador. La creación no es neutra: es buena, deseada, querida.
Juan Pablo II: la fractura producida por el pecado
Sin embargo, esa bondad ya no es plenamente visible. San Pablo afirma que el mundo «ha sido sometido a la caducidad»: el pecado no destruye la creación, pero la hiere.
La Biblia narra esta fractura no como un evento puramente moral, sino como una dinámica cósmica: la armonía original se resquebraja, el hombre pierde la transparencia hacia Dios, la naturaleza misma gime y espera ser liberada. Juan Pablo II insiste en este punto: no se comprende verdaderamente la redención si no se intuye la magnitud de la herida. El mal introduce desorden, fragmentación y miedo. El hombre, que debía ser custodio y colaborador del proyecto divino, pierde la relación con la fuente de la vida.
La creación renace: la encontramos en Cristo
La novedad absoluta del cristianismo está aquí: la redención no es solo perdón, sino renovación. En Cristo, Redentor del mundo, la creación recupera su vínculo originario con la Sabiduría divina.
El Hijo no viene solo a eliminar la culpa, sino a devolver al creado su verdad profunda. Por eso los Padres de la Iglesia hablaban de nueva creación: todo en Cristo comienza de nuevo. Su encarnación lleva a Dios al corazón de la materia; su muerte abraza la caducidad del mundo; su resurrección abre una posibilidad completamente nueva, una realidad que supera la simple restauración. En Cristo, todo vuelve a nacer.
El hombre como punto de encuentro: creado y redimido
Juan Pablo II subraya a menudo que la creación está hecha “para el hombre”. No en el sentido de un dominio egoísta, sino como vocación a la responsabilidad: el hombre está en el centro porque puede reconocer la bondad de la creación y colaborar con ella. Con el pecado, sin embargo, es el hombre mismo quien se aleja de la fuente del bien. Por eso Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, se convierte en el puente: en Él la humanidad vuelve a la relación plena con Dios y, en consecuencia, a su misión en el mundo. La redención, pues, no es abstracta: transforma la vida concreta, ilumina la historia, devuelve al hombre la capacidad de ver la bondad de las cosas.
La Sabiduría divina como fuente renovada
La imagen de la “fuente” es central: el bien no nace del mundo mismo, sino de Dios que lo ha querido y lo sostiene. El pecado había interrumpido esta transparencia, pero Cristo la restablece. En Jesús el mundo visible vuelve a estar unido a la Sabiduría divina, como un río que recupera su cauce natural. La redención no es evasión de la realidad, sino una inmersión más profunda en su verdad.
Consecuencias para el creyente de hoy
Celebrar a Cristo Redentor del mundo significa reconocer que todo lo que existe tiene una dignidad que proviene de Dios. Este pensamiento de Juan Pablo II se convierte entonces en una invitación concreta: custodiar la creación como don y no como posesión; redescubrir la belleza espiritual del mundo material; vivir la cotidianidad como lugar de resurrección; creer que el bien, aun herido, es más profundo que el mal. La redención no es solo un evento pasado, sino una fuerza que actúa en el presente. Es el mundo que renace a través del corazón del hombre renovado por Cristo.
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