La lectura del Evangelio del día del 20 de agosto nos conduce dentro de una parábola que sorprende y desconcierta. No habla solo de trabajo y salario, sino de un Reino que derrumba las lógicas humanas y revela el corazón de Dios.

Jesús, con el Evangelio del día del 20 de agosto, presenta el Reino de los cielos como una viña en la que el dueño llama a obreros en distintas horas del día. Todos reciben la misma recompensa, independientemente del tiempo trabajado. Esta imagen nos coloca de inmediato frente a una lógica diferente a la nuestra, donde no cuenta la cantidad de obras, sino la gracia que el Señor concede a cada uno.
Evangelio del día, 20 de agosto: el Reino
Del Evangelio según Mateo
Mt 20,1-16
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola:
«El Reino de los cielos es semejante a un propietario que salió al amanecer para contratar obreros para su viña. Se acordó con ellos en un denario al día y los envió a su viña. Salió después hacia las nueve de la mañana, vio a otros que estaban en la plaza, desocupados, y les dijo: “Id también vosotros a la viña; lo que sea justo os lo pagaré”. Y ellos fueron. Salió de nuevo hacia el mediodía, y hacia las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Salió todavía hacia las cinco, vio a otros que estaban allí y les dijo: “¿Por qué estáis aquí todo el día sin hacer nada?”. Le respondieron: “Porque nadie nos ha contratado”. Él les dijo: “Id también vosotros a la viña”.
Cuando llegó la tarde
el dueño de la viña dijo a su mayordomo: “Llama a los trabajadores y págales su jornal, comenzando por los últimos hasta los primeros”. Llegaron los de las cinco de la tarde y recibieron cada uno un denario. Al llegar los primeros, pensaron que recibirían más. Pero también ellos recibieron un denario cada uno. Al recibirlo, murmuraban contra el propietario diciendo: “Estos últimos han trabajado una sola hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos soportado el peso del día y el calor”.
Pero el propietario, respondiendo a uno de ellos, dijo: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te acordaste conmigo de un denario? Toma lo tuyo y vete. Yo quiero dar a este último lo mismo que a ti: ¿No puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O tienes envidia porque yo soy bueno?”.
Así, los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos».
¿Por qué premiar a todos de la misma manera? ¿No habría que recompensar más a quien trabaja más? Sin embargo, la parábola nos invita a mirar más en profundidad: Dios no distribuye sus dones con el cálculo humano, sino según la lógica de la misericordia. Su justicia no es matemática, sino un amor que salva.
Los últimos serán los primeros
La frase final – “los últimos serán los primeros y los primeros, últimos” – es el sello de la parábola. No significa que Dios simplemente cambie las posiciones, sino que derriba toda pretensión de superioridad. En el Reino no hay lugar para comparaciones ni competencias, porque todos somos acogidos como hijos amados. La única medida verdadera es el amor.
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